La noche
Fue hace bastante cuando experimenté el verdadero terror, ese que hiela los huesos y no quedé loco por que ni idea, pero según me dijeron es para que me muriera ahí nomás o no volviera hablar. Emprendí mi viaje al norte, a Telpaneca, en el departamento de Madriz, cuando todavía era asesor pedagógico del Mined, era la primera vez que me enviaban a lugares tan remotos estaba acostumbrado a ir a sitios más céntricos, nunca a montañas tierra adentro donde la hacienda más próxima estaría a lo menos a tres kilómetros.
Muchas veces de niño mi abuelo me contaba historias fantásticas antes de dormir, relatos escalofriantes para la mente inocente de un niño, cada vez que escuchaba el rechinar del zinc tostado en la madrugada me levantaba sobresaltado pensando que era la chancha bruja o la mona que venían a robar mi alma como tantas veces me contó el abuelo. Sin embargo, crecí, me di cuenta que no eran más que simples historias, resultó que el demonio transfigurado del techo eran un par de gatos amorosos, entendí entonces que solo eran relatos destinadas a entretener a los adultos al ver a los chicuelos orinarse del miedo por entes imaginarios, hasta que lo viví en carne propia, esto lo recordé en el momento en que la miré.
El bus arribó en la contràn de Somoto alrededor de las dos de la tarde, luego tomé otro que me llevaría a Telpaneca, con antelación me habían dicho que el viaje sería largo, sin embargo, nunca pensé que me tomaría todo un día de recorrido, al llegar a la encrucijada La Micamba solo vi a un hombre con un sombrero de paja, con cierto aspecto de espantapájaros, deduje que sería hombre que me llevaría hasta la finca.
--¿Hacienda Las nubes? -le pregunté-
--Así es, maestro, me respondió afablemente.
El hombre me aconsejò que debíamos partir lo mas pronto posible porque la tarde pronto acaecería y aunque el trecho era cerca, si requería tiempo, según sus cálculos un par de leguas. Nos adentramos en la profundidad de la espesura de árboles, los pliegues del cielo se tiñan de unos rojizados tonos, de pronto un rumor de las hojas impacientó a las bestias, un extraño silbido gutural perturbó al hombre de paja. Debemos apurarnos, dijo, claramente se vio conmocionado, no quise preguntar, pues el cansancio ya me estaba haciendo estragos.
Llegamos a la hacienda cuando las estrellas se habían convertido en iluminarias del camino, el hombre me dejó en el umbral de la casa y me aconsejó que no saliera por las noches, haría mal tiempo y podría perderme, no entendí en ese momento porque me había tales cosas, cuando quise agradecerle el hombre simplemente se había desdibujado, no le tomé importancia, lo atribui al agotamiento que me molía los huesos.
Doña María, la señora de la casa, me recibió con un atol de pujagua y un hornado de maíz, me dijo que esperaba un poco mas tarde y le sorprendía el hecho que diera exactamente con su hogar, pues hace horas que mandó al peón para que me trajera y este aún no había aparecido.
--He llegado porque un campesino me esperaba en el punto, pensé que usted lo había enviado.
--Hum, que raro de mi parte no fue, quizá algún capataz de otra finca-dijo dubitativamente-. La señora no quiso replicar la idea, la asoció a un desvarío del exhausto viaje, pues ella vio que el forastero había llegado solo.
Decidí encaminarlo hacia su habitación, le prescindí de un rosario y una lumbre con aceite para iluminar la habitación. Recé mentalmente un par de padre nuestro por el alma del profesor sin antes mencionarle que se cobijara muy bien porque el frío en la madrugada era muy fuerte.
Era tal la fatiga que al poner la cabeza en el almohadón caí en un profundo sueño, sin embargo, en la madrugada cuando el frío estado en su máximo esplendor sentí una gélida caricia, nunca pensé que ese suceso sería solo el génesis de mi calvario. Desde entonces al amanecer me percataba que las cosas estaban en un lugar distinto de donde las dejé, los zapatos fuera del cuarto, escuchaba leves gruñidos de bestia en celo, ¡ris, ras! rasguños en las paredes, al principio quise pensar que todo era obra de mi mente, así que en el séptimo día decidí que me enfrentaría a mis miedos.
Como se había acostumbrado mi extraña perturbación a las tres de la madrugada se volvían a escuchar los gruñidos y me encaminé hacia el patio acompañado nada más con una lámpara de mano determinado a disipar mis dudas.
Lo último que recuerdo haber visto fue una silueta de una mujer. Doña María me contó que me encontró moribundo con los ojos volados, el cuerpo rígido tan frío como un témpano, me recogió con ayuda de sus peones y rezó tres aves maría por mi alma. Al salir del trance, no sé ni cómo, ¿habrán sido las oraciones de doña María? Ni idea, pero decidí abandonar inmediatamente Telpaneca, hasta el día de hoy después de tantos años aun no recuerdo qué fue lo sucedió exactamente, aunque la señora me sugirió que fue la mera Chancha bruja que quería robarse mi alma.
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